Laberinto
En el laberinto, el minotauro -que en nada se parecía ni a la
inocente vaquilla de Fran Rivera ni al ingenioso Kukusumusu que ha acabado con
su creador- es el rey. Cuenta la mitología
que con cierta periodicidad, quizá cada cuatro años, recibía a 14 jóvenes para
su voraz alimento. Igual número que los partidos que están entrando durante
estos días en la Zarzuela para mostrar su capacidad de sacrificio por el bien
común. Se busca un Teseo y una Ariadna, que no Susana, que sean capaces de
aceptar el reto de tender el hilo a otros guerreros. Capaces de, entre todos,
desenredar la madeja en la que estamos inmersos y en la que el reciente pasado
nos ha envuelto. No parece suficiente imitar a don Tancredo, aquel torero valenciano,
con perdón, que esperaba al morlaco a la salida del toril, en medio del coso y
encima de un pedestal al modo de una estatua, confiando en pasar desapercibido
y, por tanto, evitar las cornadas de la dura realidad. Encaramado a su columna,
como lo dibuja el amigo Peridis, no corta el mar ni vuela ni, con el polvo del albero,
mancha sus suelas, con unos lances que sólo provocan trances. Mientras tanto, en
las plazas de segunda, como en la Región de Murcia, se jalea al aún maestro y
se desconfía de los que piden la alternativa, con rejones ajenos y propios
desde las diferentes cuadrillas. Sin enmendar su postura, que no el presupuesto,
con la fiesta nacional como bandera de esta tierra tan torera, reclaman las dos
orejas y el rabo o, lo que es lo mismo, un gran pacto del PP y PSOE con Ciudadanos,
sin sitio para cuatro en el cartel pinturero. El público de sol,
afortunadamente, espera que no haya paso doble ni becerril triada sino un
valiente capaz de coger el toro por los cuernos y de ponerse el mundo por
montera. Suerte maestro y olé.