El ulular
anaranjado de las ambulancias hace tiempo que dejó de sonar. Sólo si habitabas
en la ciudad y eras pudiente podías marcar el 112 para avisar al médico de
guardia. Como en las cabinas antiguas, la llamada iniciaba la caída sucesiva de
monedas por el uso de una sanidad que no hace mucho era gratuita y universal.
Sin vacunas ni medicinas, la faz de los hospitales, no sólo la de los hombres,
había cambiado. Con títulos luminosos para animar a consumir, la recepción
hospitalaria simulaba la de un hotel, con los tpvs, para cobrar con tarjeta,
encima del mostrador. Una primera radiografía de tu cuenta corriente
diagnosticaba si podías permanecer o no con el tratamiento. Si no merecías ser
llamado de usted, el ascensor marcaba irremediablemente el sótano, cercano a la
morgue. Si tenías posibles, la azafata pasaba a enseñarte las habitaciones con
una sonrisa. Los órganos también estaban a buen precio, pues la oferta era
inmensa. Los despachos de los trajes grises habían arrinconado a los blancos
que por las tardes, en la clandestinidad, curaban a los, antes denominados,
ciudadanos. El humo de la cocina se entremezclaba con el del crematorio en una
gris época, donde las personas tenían un precio. Todo comenzó cuando no hubo ni
sangre ni un simple acto reflejo ante el pinchazo y la tijera. Salud.
Nos queda la palabra / LA OPINIÓN