viernes, 27 de septiembre de 2013

Salud
El ulular anaranjado de las ambulancias hace tiempo que dejó de sonar. Sólo si habitabas en la ciudad y eras pudiente podías marcar el 112 para avisar al médico de guardia. Como en las cabinas antiguas, la llamada iniciaba la caída sucesiva de monedas por el uso de una sanidad que no hace mucho era gratuita y universal. Sin vacunas ni medicinas, la faz de los hospitales, no sólo la de los hombres, había cambiado. Con títulos luminosos para animar a consumir, la recepción hospitalaria simulaba la de un hotel, con los tpvs, para cobrar con tarjeta, encima del mostrador. Una primera radiografía de tu cuenta corriente diagnosticaba si podías permanecer o no con el tratamiento. Si no merecías ser llamado de usted, el ascensor marcaba irremediablemente el sótano, cercano a la morgue. Si tenías posibles, la azafata pasaba a enseñarte las habitaciones con una sonrisa. Los órganos también estaban a buen precio, pues la oferta era inmensa. Los despachos de los trajes grises habían arrinconado a los blancos que por las tardes, en la clandestinidad, curaban a los, antes denominados, ciudadanos. El humo de la cocina se entremezclaba con el del crematorio en una gris época, donde las personas tenían un precio. Todo comenzó cuando no hubo ni sangre ni un simple acto reflejo ante el pinchazo y la tijera. Salud.

Nos queda la palabra  / LA OPINIÓN

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