NOS QUEDA LA PALABRA
La releche
En una de las arterias que se
une, como un cordón umbilical, con la Plaza Redonda de Murcia, una
pastelería ofrece refugio y un refrigerio a las madres que deseen
amamantar a sus hijos. Frente al amable establecimiento, uno de los
últimos quioscos de prensa grita con desgarro, a través de sus portadas,
los casos de corrupción que impiden nuestro crecimiento. Condenamos la
vida a la clandestinidad y nos mostramos comprensivos con la muerte. Nos
ofende lo natural y nos resbala lo artificial y artificioso. Hay
descerebrados que van más allá y defienden el biberón frente a la teta,
ávidos de que empecemos a ingerir, cuanto antes, el virus de la
intolerancia, pues algo nos meten para hacernos estupidos.
Intransigencia e hipocresía que arrinconan el más que normal hecho de
dar el pecho a tu bebé. ¿En qué momento se jodió todo esto?, que se
preguntaría Vargas Llosa al observar el falso puritanismo que nos
envuelve ahora y que no se ha sufrido en ningún momento de la historia,
tal y como refleja el arte incluso en la representaciones religiosas de
numerosas vírgenes con sus niños. ¿Qué hemos hecho para que la
lactancia pública se considere un acto deleznable? ¿Qué ha llevado a las
madres a concentrarse para exigir nutrir a sus crías en libertad? ¿Qué
moral condena la alimentación de sus retoños allá donde sea necesario?
¿Qué catadura tienen las personas que se sienten ofendidas por ver mamar
a un niño? Hasta en la época franquista se ejerció tal “albedrío”. Es
esa falta de libertad el principal enemigo de nuestra existencia; pues,
como diría mi tío Lázaro, el mejor gusto de la vida es aquel que “sabe a
teta”, a aquella leche materna que nos mantiene despiertos y unidos a
lo mejor de nosotros mismos. Lo demás es intolerancia, pero no a la
lactosa sino a los semejantes.
La Opinión de Murcia / 18 de diciembre
domingo, 18 de diciembre de 2016
domingo, 4 de diciembre de 2016
¿Se puede?
Ella
sólo sabía de la Constitución que, durante dos o tres días, le
proporcionaba empleo. No un trabajo digno, pero trabajo. Ni por dentro
ni por fuera, ni en letra ni en espíritu, le había impregnado la Carta
Magna. Las únicas cartas que conocía eran las de las malas compañías,
que le reclamaban el pago de los atrasos. Y su existencia tampoco era
magna sino un puro corte de mangas. Como no se presentó a ninguna
oposición tampoco conocía el articulado. Eso sí, era muy consciente de
que no podía opinar libremente ni con red ni sin red, pues se crearía
mala fama. También conocía, por propia experiencia, que la brecha entre
los de arriba y los de abajo se iba agrandando; o que la justicia,
claramente, no era igual para todos; o que si quería trabajar no podía
sindicarse; o que sus compañeras del hotel ecuatorianas cobraban menos.
No lo notaba, pero ella sobrevivía al otro lado de la Constitución. Este
año, pensaba, era fenomenal. Una semana entera de trabajo en el hotel
de montaña en virtud de la graciosa disposición de las fiestas. Tenía
suerte, además, porque el establecimiento era rural, junto a Sierra
Espuña. Allí ningún huésped tardaba en levantarse para practicar el
senderismo, por lo que podría sumar muchas habitaciones. De esa forma,
alcanzaría las 100 necesarias para cobrar a dos euros por puerta. Otras
amigas no tenían igual suerte, pues elegían servir en la costa y allá
había muchos perezosos que no dejaban libre la suite. Y no te digo yo,
exclamaba, las pobres que se trasladaban al Mar Menor a conseguir
pecunia. En diciembre no se podía quejar. Con suerte venían luego las
compras navideñas y las rebajas de enero. Sí se ponía melancólica al ver
las luces y la alegría en las calles, mientras ella disfrutaba del
Gordo que supone un contrato por horas. Cuando lo peor lo pasaba, de
cualquier forma, era cuando, por descuido, algún turista se quedaba la
televisión encendida y, de forma involuntaria, escuchaba a los padres de
la patria elogiar las bonanzas de nuestra Constitución. “Do not
disturb”.
viernes, 2 de diciembre de 2016
Guirigay
El hermano de Echegaray nació en 1848 a mitad de
camino entre Murcia y Madrid, en Quintanar de la Orden, cuando el viaje entre
ambas ciudades se llevaba 15 días. Ahora en tren dura algo menos y nos prometen
que muy pronto, cuando aterrice el AVE allá por 2018, no tendremos tiempo ni
para los prolegómenos. El conocido como nobel murciano, cuyo cabezón aparecía
en los billetes de 1.000 pesetas, no pudo hacer nada por agilizar el trayecto a
pesar de ser nuestro único ministro de Fomento, hacer números como nadie y
ganarse el galardón sueco como dramaturgo. Hoy, cuando se cumple el centenario
de este polifacético hombre, no tenemos billetes ni por supuesto ministros ni
mucho menos nobeles murcianos, pero estamos sobrados de teatro y de guirigay.
Todos los días abre el telón de las declaraciones públicas rimbombantes en
flashes, papel o rayos catódicos, aunque ya no haya público bien porque no se
crea más promesas, bien porque no ve posibilidad de ocupar un vagón distinto al
de cola. Un demoledor informe del Consejo de la Juventud señala que la mitad de
los jóvenes murcianos está en riesgo de exclusión o descarrilamiento social,
con unos ingresos en los hogares jóvenes que son los segundos más bajos de toda
España. A punto de tirarse a las vías, la precariedad en el empleo es lo único
que tienen permanente o fijo. Y son ocho de cada diez los jóvenes
universitarios que viven en la casa de sus padres. Jóvenes y mayores que
comparten la caída sin frenos que ha provocado la crisis viven ya soterrados y
en una estación terminal. Hay quien dirá desde los vagones de primera que es su
culpa, que allá se las apañen, en consonancia con los pitidos del Jefe de
Máquinas. Menos mal que nos quedan Echegaray y otros ilustres murcianos para
mostrarnos que existe otro camino, una ruta basada en el conocimiento, la
cultura, la voluntad y el progreso real. Lo demás es puro teatro.
NOS QUEDA LA PALABRA. La Opinión de Murcia 26 de noviembre
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