¿Se puede?
Ella
sólo sabía de la Constitución que, durante dos o tres días, le
proporcionaba empleo. No un trabajo digno, pero trabajo. Ni por dentro
ni por fuera, ni en letra ni en espíritu, le había impregnado la Carta
Magna. Las únicas cartas que conocía eran las de las malas compañías,
que le reclamaban el pago de los atrasos. Y su existencia tampoco era
magna sino un puro corte de mangas. Como no se presentó a ninguna
oposición tampoco conocía el articulado. Eso sí, era muy consciente de
que no podía opinar libremente ni con red ni sin red, pues se crearía
mala fama. También conocía, por propia experiencia, que la brecha entre
los de arriba y los de abajo se iba agrandando; o que la justicia,
claramente, no era igual para todos; o que si quería trabajar no podía
sindicarse; o que sus compañeras del hotel ecuatorianas cobraban menos.
No lo notaba, pero ella sobrevivía al otro lado de la Constitución. Este
año, pensaba, era fenomenal. Una semana entera de trabajo en el hotel
de montaña en virtud de la graciosa disposición de las fiestas. Tenía
suerte, además, porque el establecimiento era rural, junto a Sierra
Espuña. Allí ningún huésped tardaba en levantarse para practicar el
senderismo, por lo que podría sumar muchas habitaciones. De esa forma,
alcanzaría las 100 necesarias para cobrar a dos euros por puerta. Otras
amigas no tenían igual suerte, pues elegían servir en la costa y allá
había muchos perezosos que no dejaban libre la suite. Y no te digo yo,
exclamaba, las pobres que se trasladaban al Mar Menor a conseguir
pecunia. En diciembre no se podía quejar. Con suerte venían luego las
compras navideñas y las rebajas de enero. Sí se ponía melancólica al ver
las luces y la alegría en las calles, mientras ella disfrutaba del
Gordo que supone un contrato por horas. Cuando lo peor lo pasaba, de
cualquier forma, era cuando, por descuido, algún turista se quedaba la
televisión encendida y, de forma involuntaria, escuchaba a los padres de
la patria elogiar las bonanzas de nuestra Constitución. “Do not
disturb”.
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