NOS QUEDA LA PALABRA
La releche
En una de las arterias que se
une, como un cordón umbilical, con la Plaza Redonda de Murcia, una
pastelería ofrece refugio y un refrigerio a las madres que deseen
amamantar a sus hijos. Frente al amable establecimiento, uno de los
últimos quioscos de prensa grita con desgarro, a través de sus portadas,
los casos de corrupción que impiden nuestro crecimiento. Condenamos la
vida a la clandestinidad y nos mostramos comprensivos con la muerte. Nos
ofende lo natural y nos resbala lo artificial y artificioso. Hay
descerebrados que van más allá y defienden el biberón frente a la teta,
ávidos de que empecemos a ingerir, cuanto antes, el virus de la
intolerancia, pues algo nos meten para hacernos estupidos.
Intransigencia e hipocresía que arrinconan el más que normal hecho de
dar el pecho a tu bebé. ¿En qué momento se jodió todo esto?, que se
preguntaría Vargas Llosa al observar el falso puritanismo que nos
envuelve ahora y que no se ha sufrido en ningún momento de la historia,
tal y como refleja el arte incluso en la representaciones religiosas de
numerosas vírgenes con sus niños. ¿Qué hemos hecho para que la
lactancia pública se considere un acto deleznable? ¿Qué ha llevado a las
madres a concentrarse para exigir nutrir a sus crías en libertad? ¿Qué
moral condena la alimentación de sus retoños allá donde sea necesario?
¿Qué catadura tienen las personas que se sienten ofendidas por ver mamar
a un niño? Hasta en la época franquista se ejerció tal “albedrío”. Es
esa falta de libertad el principal enemigo de nuestra existencia; pues,
como diría mi tío Lázaro, el mejor gusto de la vida es aquel que “sabe a
teta”, a aquella leche materna que nos mantiene despiertos y unidos a
lo mejor de nosotros mismos. Lo demás es intolerancia, pero no a la
lactosa sino a los semejantes.
La Opinión de Murcia / 18 de diciembre
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