NOS QUEDA LA
PALABRA
Llamado
deseo
Todos
los
habituales conocían ya que aquel asiento estaba reservado. Un
trasnochado
leyendo, otro joven atento a los cascos, una mochila que sujetaba a una
niña y
un maduro canoso de pinta atlética que siempre lo tomaba a la carrera
conformaban el pasaje del primer tranvía. Ellos y el joven protagonista,
que se
había atrevido a romper la rutina una estación más allá, donde subía la
bella
joven. Del silencio al buenos días y del saludo matutino al siéntate y
muy
pronto a la caricia. Los otros, muertos vivientes, sólo alcanzaban a
lanzar
algún bostezo y, eso sí, miradas furtivas y celosas al par de
enamorados. Como
el revisor cada mañana, los pasajeros pasaban revista y lista. Si alguno
faltaba más de una jornada, el verde gusano, sobre la vía y la vida, no
parecía
el mismo. Ciertamente no esperaba. Sólo abría las puertas
tradicionalmente
elegidas, por lo que al detectar alguna ausencia la máquina no refulgía.
Ya se
dan la mano. Ya sonríen. Ya esperan, como agua de mayo, que el reloj
marque el
paso inexorable del tranvía. Cinco paradas compartidas y quién sabe si
una cita
vespertina. Hace una semana que la butaca está vacía. Cien días parece
que la
chica está perdida y hasta mil para su compañero de viaje que, entre la
publicidad, mira ansioso por la ventanilla. Hoy la espera. Hoy seguro
que sí
estamos todos. Hoy sí haremos el mismo viaje, aquí encerrados en nuestra
pequeña cápsula, sin precisar una mirada al horizonte. Sólo existía el
presente
y ya no habrá un mañana. La han despedido, pero lo que realmente la
importa es
que ya no cogerá más el tranvía pues más que trabajo era esclavitud,
como la
que padecen la mayor parte de los jóvenes que no están en paro. Su
empleo era
una mierda, como la vida misma, pero al menos no tenía nada que ver con
ninguna ETT que transporta, como mercancía, a los jornaleros por los
campos de Cartagena y Lorca. Sin palabras, el día fluía.
Publicado en La Opinión de Murcia el 15 de mayo.
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