jueves, 12 de junio de 2014

Abdicando, que es gerundio
En la república independiente de mi casa hace tiempo que presenté mi abdicación. Mi hijo apunta formas pues, con 14 años, aún duerme aferrado a un elefante de peluche, soñando con poder abatir paquidermos en este plató de supervivientes llamado España.  A mi hija también la noto yo que tiene estilo, pues su afán es presentar el telediario. Ser adolescente hoy es sinónimo de televidente, salvo a la hora de escuchar mis mensajes navideños, que ni por esas. Ellos son los reyes de mi selva. Vi que aquello era ingobernable y, sin enroques de ningún tipo, pasé el mando. Pensé únicamente en mi real casa y decidí abdicar dentro y fuera, de todo lo demás. Y percibo por las calles que alrededor del 90% de los súbditos también hace tiempo que han abdicado, como responde a su condición. Vivimos aferrados a la memoria familiar para creer que el color azulado de las venas, que oculta la vergonzosa sangre roja, compensa la perdida de nuestra soberanía, la renuncia de nuestros derechos. Nuestro corazón ha cesado de toda idea de poner en jaque al sistema para conquistar la corona de la libertad plena, temerosos de no ser capaces de funcionar sin padre, por muchos errores que provoque, o de que un cambio de tablero nos salga por la culata. La inmensa mayoría, peones con suerte, nos conformamos con que se aparten un poco para que, como dijo el sabio Diógenes al emperador Alejandro Magno, podamos tomar el rey sol.

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