Abdicando,
que es gerundio
En la
república independiente de mi casa hace tiempo que presenté mi abdicación. Mi
hijo apunta formas pues, con 14 años, aún duerme aferrado a un elefante de
peluche, soñando con poder abatir paquidermos en este plató de supervivientes
llamado España. A mi hija también la noto yo que tiene estilo, pues su
afán es presentar el telediario. Ser adolescente hoy es sinónimo de
televidente, salvo a la hora de escuchar mis mensajes navideños, que ni por
esas. Ellos son los reyes de mi selva. Vi que aquello era ingobernable y, sin
enroques de ningún tipo, pasé el mando. Pensé únicamente en mi real casa y
decidí abdicar dentro y fuera, de todo lo demás. Y percibo por las calles que
alrededor del 90% de los súbditos también hace tiempo que han abdicado, como
responde a su condición. Vivimos aferrados a la memoria familiar para creer que
el color azulado de las venas, que oculta la vergonzosa sangre roja, compensa
la perdida de nuestra soberanía, la renuncia de nuestros derechos. Nuestro
corazón ha cesado de toda idea de poner en jaque al sistema para conquistar la
corona de la libertad plena, temerosos de no ser capaces de funcionar sin
padre, por muchos errores que provoque, o de que un cambio de tablero nos salga
por la culata. La inmensa mayoría, peones con suerte, nos conformamos con que
se aparten un poco para que, como dijo el sabio Diógenes al emperador Alejandro
Magno, podamos tomar el rey sol.
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